Cuadros de una exposición de Joan Miró

«¡Pasen y vean! ¡Pase sea quien quiera! ¿Champagne, Monsieur? ¿Un pellizco, Madame?», invita el acomodador del music-hall al indeciso espectador.
El museo abre sus puertas de repente. Se ha convertido en sala de conciertos.
Encaramados a los atriles miasmas, figulinas, cipotillos, micrococos, saetillas, insectropos, conopajes y pelotarañas afinan instrumentos de viento y vuelo cual gusanos virtuosos.
Al frente de la quimérica orquesta, el maestro Joan Miró da un toque de corneta y el tresbolillo sinfónico anestesia a la audiencia: excrementos de la represión, desnudos de media etiqueta, pájaros tatuados, autorretratos atmosféricos, bailarinas gaseosas, zapatos enmascarados, reinas sin reino, bañistas mediterráneos, lámparas descarriadas, amantes charlatanes, aves de mal agüero, constelaciones errabundas, pinturas —quién no se identifica con ellas— todas vivas e inflamadas en la nimiedad de los lienzos.
Músicos y espectadores huyen de repente. El museo se ha convertido en rampante tiovivo. J. Leyva lo ha montado.